Érase una vez, en lo alto de una colina gallega, un ermitaño. Era alto, esbelto, de expresión seria, barba media y ojos negros azabache. Causaba mucha atracción de entre las más bellas damiselas del lugar, todas querían casarse con él.
Cada día tenía su ritual del buen vivir: por la mañana, se tomaba su café al lado de un buen libro; al medio día, sus macarrones a la boloñesa y su postre favorito, helado de chocolate; por la tarde tomaba otro café acompañado de algún dulce y su libro; por la noche cenaba ligero, cualquier cosa que le ayudase a conciliar el sueño, ya que al paso de los años, le costaba entrar en los brazos de Morfeo. Como a muchos humanos.
Aquel ermitaño era tan inteligente, que no se dejaba cortejar por mujeres, no le convenía, pensó. Él no quería compromisos de ningún tipo ya, estaba dedicado en cuerpo y alma al cultivo de la poesía mística, decidió este camino al ver que con las mozas no había mucho entendimiento algunas veces. Preferió el camino de la Luz Divina.
En su pequeño y acogedor monasterio, tenía todo lo necesario para vivir; alejado del mundanal ruido de la ciudad, que tanto hastío le causaba siempre. Le servían varias personas a su merced, con todas las comodidades posibles.
Un día, una de aquellas mozas de la colina que volaban los vientos por él, se acercó a su monasterio sin avisar. Picó a la puerta de una de las habitaciones del ermitaño y este le abrió con aires refunfuñones.
--Buenos días señor, le traigo un pequeño dulce para que se deleite vuestra merced, lleva aquí muchos días encerrado, le veo más delgado y he pensado que esto podría gustarle...
--¿Hermenegilda, qué hace usted aquí, si puede saberse?
--No no, mi señor, solo quería que se alimentara un poco...
--¿Y viene así, sin avisar? ¿A usted qué le importa si me alimento o no? ¡Como si me muero! Estoy harto, siempre alguien viene a interrumpir mi paz, mi lectura y mis poesías.
--No se preocupe, paso el mensaje al resto de chicas para que no vengan nunca más a servirle nada, ni a hacerle detalles de ningún tipo, ni a darle los buenos días, ni a limpiarle su apestosa habitación, que tienen que ponerse una máscara especial cada vez que entran aquí. ¡Un respeto! Llevamos años sirviéndole sin nada a cambio, cubriendo sus necesidades básicas ¿y así nos trata? Es usted un desdeñoso ermitaño desagradecido, y mire, ahí tiene su castigo divino, siempre estará solo.
--El camino que he escogido no entinde de compañías, hay que estar solo para llegar a la Gloria Divina, sin dependencias ni apoyos más que los del gran Jefe del Cielo. Desaparezca de aquí ya. Déjenme tranquilo. No tengo ganas de debatir.
Y después de esta conversación, el poeta místico escribió sus últimos versos y los dejó en su pequeño y acogedor monasterio para la posteridad.
Finalmente, se unió su alma con Dios, en busca de su paz interior, que tantos años había perseguido.