Hace muchos, muchos años... viví varias experiencias en una masía de la Costa Daurada. Por suerte fueron todas buenas. Allí nos reunimos varias veces cuatro amigas, cenábamos y nos quedábamos a dormir, siempre juntas en el comedor. No nos atrevíamos a dormir separadas, nos queríamos mucho y hablábamos hasta altas horas de la madrugada. Éramos muy avenidas, pero muy diferentes.
Hubo una noche de fin de año, la recuerdo como si fuera hoy, que primero bebí Coca-cola, luego champán para brindar las campanadas y no dormí, pero fui feliz, estando al lado de ellas, la amiga que nos llevó a la casa llevó un ordenador portátil, una memoria USB y puso un batiburrillo de canciones de los años ochenta y noventa. Me quedé sin palabras, de las noches más perfectas de mi vida.
La masía era de unos señores cuyos cuidadores eran los padres de una de ellas, y nos explicó esta chica que se decía que por allí merodeaba a veces su abuelo. Yo, no sé el porqué, no tuve miedo; sí respeto, me sentía una forastera en esa casa: tan grande, bonita y acogedora. Pensaba que si movía algún objeto, el señor vendría por la noche a llamarme la atención haciéndome alguna señal o, quizás, hablándome. Pero lo mejor de todo de aquella masía es la paz que se respiraba: siempre que iba era como terapéutico, pisaba solamente la zona y ya sentía tranquilidad y amor.
Una vez llegamos de noche, miré al cielo y perdí la cuenta de tanas estrellas como habían, respiraba oxígeno y vida. Eso ya nunca más va a ocurrir, pero en esta vida, hay que buscar experiencias parecidas a aquellas por las cuales fuimos felices; y voy a intentar por todas volver a sentir paz, armonía, amor y felicidad viendo estrellas donde sea.
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